López Mesa, Marcelo J. 25-03-2024 - La inoponibilidad de la personalidad jurídica en el Código Civil y Comercial (y la doctrina del levantamiento del velo, del disregard o de la penetración societarias en la jurisprudencia argentina) 15-04-2024 - Las obligaciones quérables o de recogida en el Código Civil y Comercial argentino 24-08-2023 - Los principios del derecho privado patrimonial en el Código Civil y Comercial 04-09-2024 - La responsabilidad por vicios y defectos de edificación 10-09-2024 - El art. 392 del CCC y las enajenaciones a non domino
Citados
Código Civil y Comercial de la Nación - Libro Tercero - Derechos PersonalesArtículo 772 - Artículo 1726 (Argentina - Nacional)
Si bien siempre ha sido dificultoso cuantificar un daño, lo cierto es que en este momento hemos llegado al cenit de esa complejidad.
Un nuevo código de fondo, cuyas reglas en materia de daño resarcible son, cuando menos, dudosas y en varios segmentos se contradicen; una inflación desbordada, que toca el 100% anual y creciendo; un descontrol monetario, que lleva a que las dos imprentas de moneda que tiene el país trabajen las 24 horas de los 7 días de la semana y que, aún ello, no alcance y debamos importar dinero impreso en China; un gobierno sin poder alguno y alelado y un parlamento paralizado por un año electoral especialmente intenso; a ello se suma una legislación caótica, contradictoria, sesgada, dictada durante décadas, sin una inteligencia superior que ordene ese amasijo incoherente, inaplicable directamente en algunos segmentos; y una magistratura que tiene temor de tomar medidas ”políticamente incorrectas”. Esas son las causas del actual desconcierto existente en materia cuantificatoria.
En la jurisprudencia hay criterios para todos los paladares. Hay salas que aplican un nominalismo monetario estricto; otras que aplican ese nominalismo, pero matizado con una doble tasa de interés activa, lo que acaba de descalificar como ilegal la CSJN[3]. También hay quienes aplican una fórmula matemática determinada, u otra completamente distinta; o quienes directamente plasman criterios valoristas, valiéndose del art. 772 CCC.
La actual dispersión de criterios existente en materia de cuantificación es una de las cuestiones más complejas a resolver, dado que primeramente debe fijarse una posición respecto de si la prohibición de indexación monetaria, que aún establecen los arts. 7 y 10 de la Ley N° 23928, es constitucional o no lo es. Por nuestra parte, creemos que no lo es, desde hace mucho y así lo hemos puntualizado en diversas obras y artículos anteriores.
Parece que, recién ahora, la jurisprudencia está por resolver ese delicado asunto, la CNCiv. Ha convocado a acuerdo plenario para definir un criterio sobre el particular. Por nuestra parte creemos que debe volverse al criterio del plenario del 9 de Setiembre de 1977, dictado en autos "La Amistad S.R.L. c/Iriarte, Roberto C.”, en el que se estableció como doctrina obligatoria que correspondía revalorizar una deuda de dinero en relación con la depreciación monetaria en el caso de que el deudor hubiere incurrido en mora[4].
Cabe aclarar que el Código Civil paraguayo no se refiere en ninguna de sus normas a la cuantificación del daño; pero el Libro III, Título VIII, Capítulo IV, titulado “DE LA ESTIMACION Y LIQUIDACION DEL DAÑO”, que reúne a los arts. 1855 a 1864 del mismo, indudablemente consagra, bajo otra denominación, una serie de reglas cuantificatorias del daño. De tal modo, lo que desarrollaremos seguidamente, puede también aplicarse –mutatis mutandis– al país hermano.
II. Breve historia de la cuantificación en Argentina [arriba]
Hemos presenciado buena parte de la historia de la cuantificación en Argentina, estando de un lado o de otro de la mesa de entradas.
Cuando éramos meritorios en un juzgado en la década del 80, eran los tiempos de las cuantificaciones intuitivas. Los relatores y quienes proyectábamos resoluciones y sentencias, dejábamos huecos en dos aspectos diversos de la sentencia, que trabajosamente tipeábamos en una sufrida Olivetti Lexicon 80, por entonces el último grito de modernidad que había entrado en esos juzgados tradicionales y de criterios conservadores. Esos dos segmentos eran las sumas concedidas para resarcimiento de los diversos daños y los honorarios profesionales, huecos que eran llenados a mano por los jueces, según su criterio, muchas veces difícil de seguir y otras, directamente, inasible.
Por entonces, cultivábamos el realismo mágico de que esos semidioses –así veíamos y eran vistos los jueces en la década del 80– eran infalibles y que esos espacios en blanco eran llenados por una inteligencia superior, de acuerdo a conocimientos profundos, que los no iniciados no poseíamos aún.
Era un país mucho más tranquilo y lento aquél y en el Poder Judicial había un cierto statu quo: había hijos y entenados. Los hijos –parientes o amigos– de alguien poderoso o de algún juez, entraban por la puerta grande, directamente a una secretaría; hemos llegado personalmente a presenciar secretarías vacantes, en espera de que el elegido se recibiera de abogado o se matriculara.
Y, para los que no teníamos esas relaciones ni influencia alguna, solo quedaba otro camino: el de ser meritorio, es decir, trabajar en un juzgado como un empleado más durante años, pero sin cobrar sueldo; aprender todo lo posible, adquirir en ese tiempo el oficio, esperando que el juez, cuando quedara una vacante, lo nombrara a uno en el puesto. Es más, en cada juzgado había a veces varios meritorios, lo que generaba una competencia –a veces sana, y otras no tanto– por el cargo, que todavía no estaba vacante. Igualmente, era un mejor sistema que el que rige ahora; a la luz de los frutos, de uno y de otro, ello es innegable.
Es que, aún en ese Poder Judicial conservador y, en ocasiones, amañado –y para algunos oligarca– anidaba una especie de meritocracia. Los que se esforzaban, se destacaban y trabajaban a destajo, antes que después, obtenían un cargo. Los jueces, salvo alguno que otro, eran gente razonable y querían rodearse de los mejores y más trabajadores, por lo que no dejaban escapar a quienes habían demostrado que valían la pena. Y había un cursus honorum implícito: se empezaba en mesa de entradas o tomando audiencias, si uno escribía bien a máquina; luego de aprendía a despachar y proveer, al tiempo, se empezaban a proyectar resoluciones y, finalmente, se terminaba proyectando sentencias.
Todo ese aprendizaje un día lo depositaba a uno en una secretaría o relatoría y, luego si seguía profundizando su aprendizaje, podía terminar siendo juez o camarista. Y en todos esos cargos, uno sabía qué hacer no bien asumía.
Había que seguir pacientemente la carrera judicial, en lugar de terminar juez o camarista, momentos después de plegar el paracaídas, como suele ocurrir desde hace años, con los resultados insatisfactorios, que se comprueban diariamente en multitud de foros.
Ese diseño empírico, que mal o bien, funcionaba, ha sido reemplazado hace décadas por una carrera de embolsados, que denominan concurso y que ha producido muchos jueces malos y, milagrosa o aleatoriamente, algunos buenos también. La historia del Consejo de la Magistratura Nacional, cuyo funcionamiento desde 2006 fulminó de nulidad la Corte Suprema por haber sido cooptado por la política, ha sido una historia de fracasos, de negociados espurios (te cambio este por aquél), en el que ha salido malherido el Poder Judicial, al que dio el golpe de gracia la pandemia. Y en algunas provincias los Consejos de la Magistratura se limitan a dar una vestidura formal y convalidar a decisiones tomadas de antemano; quienes van a ganar, lo saben al inscribirse en el concurso y el resto se presenta en carácter de coro.
Como sea, en todo ese decurso, han quedado claras varias cosas: que no hay hoy jueces de la calidad de los que había antes. No hay un Marco Aurelio Risolía, un Pedro Frías o una Margarita Argúas, en la CSJN –ni mucho menos–; no hay un Llambías o un Salvat en la CNCiv., ni nada que se le parezca. Y este panorama se repite en cuanto tribunal colegiado hay en el país, acaso con un par de excepciones: los Máximos tribunales de Córdoba y de Mendoza que, mal o bien, todavía tienen algunos juristas en su composición y funcionan aceptablemente, en un mar de calamidades.
Ello hace ver que los jueces de formación impecable, de criterios superiores, de intuiciones inasibles, en materia de cuantificación y honorarios, ya no son mayoría. Y el realismo mágico que exaltaba la intuición genial, debe dejar espacio a una fundamentación suficiente de decisiones más pedestres de lo que creíamos en nuestra inocencia.
Tal vez también, nuestra mentalidad jurídica todavía no formada por completo en nuestra primera juventud, engrandecía a esos maestros que nos formaron y que, aún ellos, debieron explicitar los criterios con que cuantificaban los daños y valuaban los honorarios. Puede que la gratitud por la formación de élite que le dieron al hijo de una maestra de grado del sur bonaerense, nos hiciera –y nos haga– verlos mejores de lo que eran. Pero eran muy buenos, sin lugar a dudas. Juzgados y Cámaras de Apelaciones como la CNCiv o la Cámara de La Plata eran verdaderas escuelas y en ellas se encontraban las mentes más lúcidas de la jurisdicción, lo que no era poco decir por entonces.
Cuando un problema nos superaba, luego de leer todo lo que había a la mano, concurríamos a preguntarle al juez y nueve de cada diez, lo resolvía en el momento con una idea o frase precisa; y para el restante, “en el piso de arriba, se encuentran las mentes más lúcidas del derecho de la Provincia. Vaya a hablar con Rezzónico, con Roncoroni o con Hitters, (según el caso), y dígale que va de mi parte”.
Y ellos nos recibían e iluminaban con su brillantez y sensato criterio, contestando el interrogante de sobrepique, para nuestra admiración. Hoy eso es impensable; es más, muchos sujetos que ocupan altos cargos hoy día toman como una afrenta que un subalterno les formule una pregunta compleja, sin previo aviso. Sencillamente, ello los expone.
Pero lo que es indudable es que hoy día es imperioso que la cuantificación de todo daño esté fundada debidamente, de modo de dar al litigante y al justiciable las pautas para seguir y verificar el criterio del magistrado y, eventualmente, cuestionarlo sobre bases ciertas. La regla pareciera ser simple: a peor magistratura, más necesidad de fundamentación.
Lo concreto es que hoy es una exigencia inesquivable que el juez suministre a las partes los postes indicadores del camino que ha seguido para arribar, desde estos hechos y este daño, a tal o cual cuantificación. Una cuantificación apoyada en una suma de generalidades o en una colección de párrafos abstractos sobre tal o cual daño, pero que no baja al plano de los hechos de la causa para tratarlos con suficiencia, no es un acto judicial válido, sino una sentencia arbitraria.
El “prudente arbitrio” judicial no es una matriz de daños resarcibles, que surjan de la nada o que aparezcan tras un pase de magia argumental.
Como dijimos en un voto, por más que el juez tenga facultades de justipreciar ciertos valores, no puede cuantificarse un daño como si se tratara de una colección de conjeturas; ello, pues este proceder significaría la creación de una acreencia, donde solo había indefinición, la más absoluta indefinición sobre su quantum, no puede ser salvada por una intervención judicial conjetural[5].
En suma, el magistrado debe alejar todo lo posible su cuantificación del absurdo y del capricho en la apreciación de la prueba que acredite la existencia misma del daño, así como de lo antojadizo de la cuantificación del daño, en especial en supuestos de daño in se ipsa (como en el daño extrapatrimonial) o ante la carencia de prueba concreta que permita alguna seriedad en la cuantificación del menoscabo.
III. La cuantificación como un asunto de dos [arriba]
Las cuantificaciones censurables muchas veces surgen del erróneo criterio de que la responsabilidad civil es solamente un asunto de dos –actor y demandado–, como un match de tenis, por lo que el juez puede hacer justicia en el caso, aún al margen de la ley. Se trata de un sensible error.
DE ÁNGEL se refiere “...al impacto que en el Derecho de daños ha producido, y supone que producirá todavía más en el futuro, lo que podríamos denominar "el dato económico"; dicho de otro modo, ... el efecto que razones de política económica producen en materia de responsabilidad”[6].
Y agrega que
“El punto de partida es la advertencia de que en el tiempo actual se ha superado la clásica visión de la responsabilidad civil como una institución jurídica en la que sólo interesa el caso concreto de un daño, que se somete a observación con los criterios estrictamente jurídicos que nos son tan familiares: la acción o la omisión, la antijuridicidad, la culpabilidad, la imputabilidad, la atribución del deber de responder en función de cómo sucedió el hecho (daño por acto propio, por hecho ajeno o como consecuencia de la intervención de animales o cosas), la relación de causalidad, etc. Muy al contrario, en el momento presente, la responsabilidad civil se contempla también (sin perjuicio de los aspectos rigurosamente técnicos a que acabo de referirme), como un fenómeno global, es decir, viendo no tanto el caso aislado sino el significado que en el conjunto de la sociedad tienen los acontecimientos subsumibles en aquel concepto. Esa contemplación global de los daños ha dado lugar a la incorporación de elementos de reflexión de orden económico (sobre todo macroeconómico) en la disciplina legal, en las soluciones judiciales y desde luego en el análisis doctrinal del Derecho de daños”[7].
Ese es, justamente, el problema que se enfrenta uno cuando comienza a hablar de cuantificación: la necesidad de señalar que, contrariamente a lo que piensan muchos de nuestros autores y jueces, la responsabilidad civil no es un asunto de dos (dañado y dañador), por lo que no es neutro que cada caso se resuelva sobre la base de particularismos o creaciones imposibles de reconducir a una elaboración coherente o de subsumir en normas concretas del Código Civil y Comercial argentino vigente.
Como bien lo dice Rivera: “Sin duda, en la siempre relativa homogeneidad de las indemnizaciones está en juego la seguridad jurídica, que sufre enormemente por la disparidad de las cifras provenientes de sentencias emanadas de distintos tribunales”[8].
La responsabilidad civil es una cuestión que involucra, concierne, incluye a muchos más que los dos sujetos que litigan en un expediente. Ello por cuanto, que en tal o cual caso se declare creado un rubro indemnizatorio inexistente en el código civil o se conceda una indemnización doble, superponiendo un concepto “novedoso” a una categoría legal resarcitoria, no es cuestión que vaya a quedar confinada entre los pliegues polvorientos de un expediente judicial.
La sentencia judicial es como un mensaje dentro de una botella; al soltarlo nadie sabe a quién llegará.
Así, normalmente ese criterio excesivamente “generoso” de un juez creativo, que se ve a sí mismo como un justiciero, será luego repetido por otros fallos y, mañana, algún supuesto jurista –de esos que se caracterizan por sus ocurrencias, pero no por la solidez jurídica de sus doctrinas– dirá que se halla consolidada una tendencia y, de ahí en más, es posible que sin solución de continuidad se la repita en múltiples pronunciamientos, con la misma convicción y énfasis de quien repite la verdad revelada por un ser superior. Así pasó con la doble tasa de interés activa y con otros artilugios.
A poco que se analicen numerosas sentencias judiciales, se advertirá que en materia de cuantificación rige un virtual caos, dado que los criterios se multiplican, se contradicen en parte, se superponen en segmentos, conceptos similares reciben nombres diversos, etc.
La caótica o infundada cuantificación que en ocasiones se practica en nuestros foros transforma en declaraciones de intención todo lo dicho sobre responsabilidad civil. A tenor de lo antes expuesto, puede verse que todo lo escrito en materia de responsabilidad civil deviene papel mojado, si la cuantificación del daño es errónea, irrazonable o arbitraria.
Las mejores intenciones, reales o declamadas, se hacen trizas contra la realidad de una cuantificación incorrecta, sea por exceso o por defecto. De tal suerte, la batalla de la cuantificación del daño es estratégica en la guerra de la responsabilidad civil, dado que una cuantificación del daño que conceda una indemnización minúscula o insuficiente, convierte en una victoria pírrica[9] a un aparente éxito en la litis.
En el otro extremo, una cuantificación irrisoria, deja al condenado con una sensación de victoria sustancial, que no puede empañar la condenación formal en juicio.
En un voto nuestro tuvimos ocasión de explayarnos tanto sobre la inflación de los resarcimientos como sobre las victorias pírricas en la cuantificación. Lo hicimos en un caso donde se debatía el monto del daño moral a conceder por el honor ultrajado por calumnias vertidas en público, en una reunión de trabajo y frente a multitud de personas[10].
Sostuvimos allí que el juez de grado luego de copiar una serie de párrafos generales –generalidades cabría decir– sobre el honor, el derecho al honor, etc., de evaluar como favorable al actor la prueba rendida en autos y de reconocer razón al accionante para sentirse ofendido por las expresiones que el accionado vertiera en una reunión de trabajo de la que ambos participaran junto a otras varias personas, termina consagrando una victoria pírrica a favor del accionante[11].
Dejamos sentado después que, cuando de cuantificar el daño moral se trata, existen diversas posibilidades: en un extremo está la “inflación” del sufrimiento y la concesión de resarcimientos excesivos o casi punitivos. Ello es inconveniente, porque el daño moral no es un daño punitivo, aunque frente a ciertas conductas del dañador, que revelen una manifiesta intención de dañar y desprecio por los resultados dañosos, puede tener un componente de esto. En el otro extremo están los resarcimientos simbólicos o testimoniales, que tanto gustaban a los juristas clásicos y que tenían el valor de una condena moral, pero de consecuencias patrimoniales intrascendentes, por ejemplo, fijar la suma de un peso como daño moral, para “castigar” determinada conducta. Soy de los que creen que esta también es una opción inconveniente, que puede causar un segundo daño al ofendido al hacerle ver como una burla a su derecho y como un desinterés de la justicia en su situación[12].
Una tercera opción, cercana a la anteriormente descripta es la denominada victoria pírrica. Según el Diccionario de la Lengua editado por la Real Academia Española, un triunfo es pírrico cuando se obtiene con más daño del vencedor que del vencido, cuando se consigue con mucho trabajo o por un margen muy pequeño o cuando lo obtenido es de poco valor o insuficiente, especialmente en proporción al esfuerzo realizado. Las tres notas están presentes en el resarcimiento concedido por el juez inferior al actor del caso que analizamos[13]. Ambos extremos deben evitarse, porque son inconvenientes e insatisfactorios.
De tal suerte, determinar en cada caso concreto cuál es la indemnización verdaderamente debida a una víctima es un problema muy serio, que el derecho no ha podido resolver y que, ni siquiera ha estudiado con particular detalle respecto del Código Civil y Comercial argentino vigente, al menos.
Y no puede hablarse con solidez de cuantificación, si no se refiere a una ideología que suele anidar en la mente de muchos jueces y “doctrinarios” argentinos, una ideología vergonzante que nadie asume –salvo tal vez Carlos Ghersi–, pero muchos aplican: la ideología de la reparación.
Llamamos “ideología de la reparación”, siguiendo a prestigiosa doctrina francesa[14], a la pretensión de algunos jueces y doctrinarios –bien intencionados posiblemente– de que todo perjuicio debe ser indemnizado, reúna o no el caso los presupuestos de la responsabilidad civil. Algo equivalente a transformar la responsabilidad civil que conocimos, en una beneficencia con dinero ajeno.
El presunto modernismo de los partidarios de dar al damnificado alguna solución –a veces simplemente algún premio consuelo, aunque sea desvirtuando el funcionamiento del sistema de responsabilidad civil ha terminado cayendo en un exceso manifiesto: la ideología de la reparación, que nadie todavía apoya abiertamente, pero que muchos receptan a través de subterfugios diversos.
En los últimos años hemos leído varias sentencias que, conscientemente o sin hacerse cargo de ello, han concedido resarcimientos que sólo una ideología reparatoria justificaba. Lo más llamativo es que esas soluciones ideológicamente resarcitorias que, de vez en cuando nuestra magistratura concede, se aprecian –casi siempre– en supuestos en que las demandadas son compañías de seguros.
Uno de los casos más emblemáticos de esta ideología ha sido la aplicación por algunos jueces de la causalidad virtual[15], que es incompatible con la causalidad adecuada, adoptada por el legislador argentino en el art. 1726 del Código Civil y Comercial.
En un peculiar decisorio argentino de 2017 se resolvió que la empresa de transportes es responsable extracontractualmente por el fallecimiento de un pasajero que falleció luego de ser intervenido quirúrgicamente de una fractura de cadera producida en un accidente en un colectivo, dado que, si bien en la teoría médica es aceptable que la muerte haya tenido como antecedente la complicada situación de salud del anciano, la cual operó como un campo propicio para la infección fatal, desde el plano de la justicia esa simple causalidad material no es admisible sino que es dable apreciar que, de no haberse producido la fractura de cadera y no haberse requerido el sometimiento a una cirugía, dichos factores condicionantes no le hubiesen provocado la muerte en esa oportunidad[16]. Es esta una manifiesta aplicación de la causalidad virtual, de modo soterrado o disimulado.
Y en otro fallo más reciente se dijo que la muerte de la víctima tras ser violentamente embestido por un automóvil que lo colocó en un estado de extrema gravedad con riesgo de vida y pronóstico reservado de curación y rehabilitación concurre como concausa sobreviniente a una infección intrahospitalaria ocurrida en el día quinto de internación conforme surge de la historia clínica agregada a la causa penal, en el que se informa de una sepsis a foco pulmonar por NAV a bacilos gram negativos e injuria pulmonar. Concorde con lo expuesto, es justo y razonable establecer que el demandado resulta civilmente responsable por haber concurrido causalmente con su accionar en un 50% respecto de la muerte de la víctima, quedando el restante porcentaje debido a la explicitada concausa sobreviniente, esto es la infección intrahospitalaria con fatal desenlace[17]. En este caso se repartió la contribución causal en paridad: el 50% para cada uno, pero utilizando el concepto de concausa, en vez de causa concurrente, lo que torna al pronunciamiento en una comedia de enredos, en vez de un fallo respetable, que abre una senda novedosa pero sustentable.
Ambos supuestos encajan a la perfección en un caso hipotético que, como ejemplo de causalidad no relevante o superada, nos ponía el maestro Isidoro Goldenberg a sus alumnos: ¿un automovilista que colisiona a un peatón en la Avenida 7 de La Plata, a consecuencia de lo que era llevado a un hospital, donde se contagia de Hepatitis B, responde por este contagio? A algún incauto que respondió que sí, simplemente le dijo que el derecho no era lo suyo y le pidió que saliera del aula. Para qué perder tiempo con gente que no comprende cómo funciona el derecho privado y una de sus temáticas más complejas, la responsabilidad civil.
Ambas sentencias son ejemplos típicos de causalidad virtual, tesitura inaplicable a nuestro país, por incompatible con la causalidad adecuada, receptada por el legislador. Incluso más: la causalidad virtual colisiona de lleno, al menos, con tres normas del CCC, los arts. 1726, 1727 y 1728 CCC, que limitan las consecuencias que se imputan al dañador, excluyendo expresamente a las consecuencias remotas, las que, en cambio, la causalidad virtual puede imputar.
La causalidad virtual salta etapas y asigna el rango de causa a un antecedente –lógica y cronológicamente– remoto –, lo que colisiona de frente contra normas vigentes en nuestro país, tales los arts. 1726 y 1727 CCC argentino. La causalidad virtual es una causalidad conjetural, dado que ella no se relaciona según un nexo racional o lógico regular con un efecto, sino que es una causalidad forzada a partir de un pensamiento voluntarista, normalmente inspirado por valores que van más allá de lo lógico y de lo jurídico, como la ideología de la reparación y sus utopías, como la pretensión de hacer beneficencia con dinero ajeno. De ella puede decirse que es una causalidad formal o, lisa y llanamente, la causalidad de la pura forma, un artificio para conceder al juez un poder omnímodo para describir cursos causales, lo sean realmente o surjan solamente de su imaginación o espíritu bienhechor hacia las presuntas víctimas.
La doctrina de la causalidad virtual es inaplicable entre nosotros, porque repugna al sistema de causalidad adecuada, no pudiendo la justicia echar mano a un sistema causal no solo ajeno, sino frontalmente incompatible con el que el legislador argentino ha receptado (art. 1726 CCC).
Otros procedimientos caros a la ideología de la reparación consisten en la multiplicación de los resarcimientos por la creación de rubros resarcibles bajo títulos novedosos, no contemplados por el legislador, la valuación a la baja de la contribución causal de la víctima, etc.
Estos criterios chocan contra el derecho vigente en nuestro país y a tenor de lo dispuesto en el art. 19 de la Constitución argentina –que establece que nadie está obligado a hacer lo que la ley no manda– transforma en inconstitucionales a sentencias que, al carecer de base legal, sólo se basan en voluntarismos y no se sostienen conceptualmente.
La ideología de la reparación, cuando se plasma en sentencias, torna cierta una aguda aseveración del maestro Héctor Alegría, sobre que “pareciera que en este país los únicos que no tienen derechos constitucionales son los demandados”. A ellos hasta se les conjeturan deberes jurídicos, sin que la normativa los consagre. Obviamente ello es constitucional y éticamente inaceptable.
Los partidarios de la “ideología de la reparación” debieran comprender que quienes conceden resarcimientos ideológicos, que contrarían textos legales vigentes, obran como el célebre juez Magnaud, adalid de la escuela del derecho libre.
Y nuestro país vive –o debe vivir– bajo el imperio de la ley. Sólo lo que la ley manda –y nada más que ello– es concesible legítimamente por un juez a un damnificado[18]. Sólo el legislador puede conceder más.
La única válvula de escape a este límite es la declaración de inconstitucionalidad de la norma. Mientras ello no se disponga, la norma limitativa rige, y debe aplicarse.
Si nadie está obligado a hacer lo que la ley no manda, por lógica consecuencia, quien pretende que se la ha infringido debe mínimamente explicitar en qué habría consistido dicha infracción y qué norma entiende vulnerada.
La responsabilidad civil debe resarcir daños, no teniendo por misión acoger meras susceptibilidades o afanes crematísticos desbordados.
No comprender ello equivale directamente a no entender qué es sustancialmente la responsabilidad civil o confundirla con la seguridad social, lo que es inaceptable legal y conceptualmente. En la seguridad social la culpa de la víctima carece de incidencia; en la responsabilidad civil ello no ocurre.
Para que un demandado pueda ser condenado, debe haber infringido un deber jurídico establecido legalmente. Para condenar a alguien a resarcir un daño, el juez debe expresar claramente, qué norma ha infringido éste.
Si no ha infringido ningún deber jurídico establecido por ley, condenarlo implica vulnerar sus derechos y conceder a la accionante una limosna o concesión graciosa.
Otra manifestación de la ideología de la reparación, un tanto más larvada, consiste en imponer las costas en el orden causado, cuando no queda al juez más remedio que rechazar íntegramente la pretensión de la presunta víctima, que de tal modo se revela aventurada.
Nos parece que estas soluciones de compromiso son una de las causas –y no de las menos importantes– que han hecho proliferar todo tipo de demandas aventuradas en nuestros foros, al amparo de la concesión de beneficios de litigar sin gastos, cual si se tratase de caramelos masticables.
El razonamiento para quien intenta reclamaciones insustanciales o infundadas es simple: si, en el peor de los casos –de rechazo total de la pretensión–, la magistratura impone las costas en el orden causado, el litigio se presenta prometedor para el reclamante en cualquier supuesto, pues nada tiene éste que perder.
La ideología de la reparación cuantifica al alza, es decir, echa mano de todo ardid (duplicar los rubros indemnizatorios, propiciando la recepción de terceros géneros autónomos, como el daño a la vida de relación, el “daño biológico”, etc.).
En ese esquema la cuantificación del daño tiene asignado el rol de una herramienta fenomenal para provocar la “inflación” de las indemnizaciones. El caso es que en el mundo el panorama es decididamente otro: el maestro De Ángel Yagüez da cuenta en un brillante estudio suyo del “profundo cambio de fisonomía que en los últimos tiempos ha experimentado al régimen de la responsabilidad civil”[19].
A tenor de lo visto, el desafío de la época actual es el de resarcir los daños injustos, sin caer en condenas injustas ni en resarcimientos sin causa o plagados de ideología.
Otra de las criaturas predilectas creadas por la ideología de la reparación, es la de la reparación integral o plena. Miles de autores y jueces de Latinoamérica la nombran, la mencionan en sus votos y artículos, sin advertir que este concepto es una noción vacía, ilusoria o utópica.
En un voto nuestro, previo a la sanción del Código Civil y Comercial, dejamos sentado que la reparación integral es una quimera, un contrasentido, una confrontación con textos vigentes de nuestro ordenamiento civil. Echar mano a ella implica una manifestación ideológica, propia de los partidarios de la “ideología de la reparación”, que también echan mano a cuanto artificio tienen disponible para acrecer las indemnizaciones, sin norma que los autorice o, peor, contrariando las que se les oponen, La reparación integral es una criatura mitológica, que solo por su carnadura ideológica sigue circulando en el derecho, pues de no ser así su levedad sustancial y, hasta su propia inexistencia conceptual, la habría extinguido hace mucho: nos referimos al mito de la “reparación integral”, que solo puede ser levantado al precio de no advertir que, hablando con rigor conceptual y normativo, no existe en nuestro derecho ningún caso de reparación integral o de indemnización plena[20].
No podíamos pensar por entonces, que el miope legislador que dictó el Código Civil y Comercial iba a consagrar como una suerte de mantra esotérico, en el primer segmento del art. 1740 CCC, la mítica reparación plena; para peor, en la más cuestionable de sus versiones, que es de imposible cumplimiento, la restitutio in integrum.
Dice el art. 1740 CCC ab initio, que “Reparación plena. La reparación del daño debe ser plena. Consiste en la restitución de la situación del damnificado al estado anterior al hecho dañoso, sea por el pago en dinero o en especie…”.
En casi cuarenta años que estudiamos diariamente el derecho, durante los cuales hemos ejercido la abogacía, el funcionariado ejecutivo y judicial y la magistratura, nunca hemos visto un caso de reparación plena, salvo sentencias amañadas que concedían más de lo que le era debido al reclamante; varias de ellas terminaron en escándalo o en destituciones.
Es que, para que exista una “reparación plena” en serio, no deben aplicarse topes imputativos; es decir, debe el juez mandar resarcir todas las consecuencias del daño. De momento que tanto el Código Civil y Comercial argentino, como el Código Civil paraguayo tienen techos imputativos (arts. 1726, 1727, 1726 CCC argentino y arts. 425 y 1856 CC paraguayo), ese concepto consiste en un subterfudio, en una exageración o, lisa y llanamente, en una mentira.
En el caso argentino, la cuestión es peor aún, que en el Paraguay, donde la inflación es muy baja, lo que soluciona o acota el problema de la variación cualitativa del capital de condena desde su fijación en la sentencia hasta el día del pago.
Pero en Argentina, con una inflación anual persistente y creciente, que este año tocó el 100% anual, la “reparación plena”, además de hallarse contradicha, al menos, por seis normas del mismo ordenamiento que establecen topes imputativos –arts. 1726, 1727, 1728 CCC– o facultades judiciales de amenguar la reparación –arts. 1714, 1715 y 1742 CCC–; el envilecimiento del valor de la moneda es el mayor obstáculo que la realidad le pone a la quimera de la reparación plena.
Solo un inocente –o un necio– puede sostener a capa y espada el mito de la “reparación plena”, frente al principio nominalista de la moneda, encarnado en el art. 766 CCC y, su consecuencia, la prohibición de indexar la moneda (arts. 7 y 10, Ley N° 23928), que cada año que transcurre sin que el reclamante cobre su acreencia le cercena un segmento del valor de ella.
Lo más cuestionable es que sea el propio legislador el que plasme semejantes desatinos en una norma de un ordenamiento que en la alborada de su vigencia fue calificado, por propagandistas del mismo y por analistas superficiales del derecho, como un “monumento jurídico” o un “código de vanguardia”.
Nosotros nos opusimos desde el principio al salto al vacío que significó la sanción de este código; la realidad, ocho años después nos ha dado la razón, con creces. Hoy nadie en su sano juicio destina a esa colección de desatinos legislativos tamaños adjetivos; la realidad ha sido impiadosa con ese ordenamiento, mostrando todas sus flaquezas, pequeñeces y carencias, con inusual crudeza.
Normalmente las demasías argumentales –como la reparación plena– se hallan abonadas con abundante adjetivación, que pretende esconder la nula sustancialidad de tales conceptos. Pues bien, una regla básica de hermenéutica señala que “a mayor adjetivación, menor sustancialidad”. Para evitar el exceso de adjetivación, hemos reducido a esa noción mitológica a una ecuación. La reparación plena objetiva y conceptualmente podría graficarse así:
Cuando uno desbroza el concepto de reparación plena y resta de los rubros resarcibles a las consecuencias remotas, casuales, etc,, resta la devaluación de la moneda, que este año rondó el 100% en Argentina, y practica los demás recortes al daño resarcible que el legislador ha establecido en las normas que mencionamos supra, la reparación plena o se transforma en un eufemismo: la indemnización que el ordenamiento vigente autoriza. O desaparece por completo, con lo que seguir meneándola es simplemente un engaño o un acto de voluntarismo.
En un congreso internacional al que fuimos invitados en Medellín, Colombia, en 2019, hartos de escuchar alusiones a la “reparación plena” expusimos esta ecuación en una gráfica. Ya nadie más habló de reparación plena en ese evento y un par hasta pidieron disculpas. Gente sensata al reconocer sus errores, lo que es mucho mejor que los necios convencidos de su ingenio, que no cesan de repetir sus ocurrencias, ante alumnos que solo quieren aprobar sus materias y asienten a cualquier ocurrencia.
Curiosamente en Argentina, muchos supuestos doctrinarios y malos jueces siguen echando mano en sus escritos de este concepto falsable, en terminología de Karl Popper. Ello no solo es una muestra de necedad, sino hasta de ignorancia.
Baste pensar que la CSJN, integrada entre otros por el “padre” del Código Civil y Comercial, el Dr. Ricardo Lorenzetti, en un fallo que se ha escondido mucho pero que se dictó en 2017, el caso “Villamil”, la propia Corte Suprema no tuvo más remedio que reconocer que “en materia de responsabilidad civil el legislador puede optar por diversos sistemas de reparación, siempre que estos se mantengan dentro del límite general impuesto por el art. 28 de la Constitución Nacional”.
Y, con mayor claridad todavía, luego se añadió en ese fallo que “Ello es así porque el principio de la reparación integral no es incompatible con sistemas que establezcan una indemnización razonable, como lo ha señalado esta Corte a través de diversos precedentes (Fallos: 327:3677, 3753; 335:2333; entre otros). El Congreso de la Nación, en lo que en este caso importa, ha ejercido esa opción mediante el sistema de indemnizaciones tarifadas instrumentado a través de las leyes mencionadas en el considerando anterior, sin que –por lo demás– aquel haya sido objeto de cuestionamientos en los numerosos casos en que ha sido aplicado por este Tribunal”[21].
Qué criterio curioso para connotar la reparación integral ¿no? La repregunta surge de inmediato: ¿en ese caso la indemnización es plena o es razonable?, porque no son nociones equivalentes, ni menos interdefinibles.
Considerar integral a una reparación tarifada puede ser una de dos cosas: o un acto de cinismo o uno de desesperación, porque no se sale indemne de esas tropelías argumentales.
La urgencia de desentrañar el tema de la cuantificación de los daños, a partir de la sanción del Código Civil y Comercial, se había mitigado a partir del uso de parches. Dado el cenagal normativo en que se sumergió al daño resarcible en el Código que rige en Argentina desde el 1/8/2015, los tribunales recurrieron a una serie de ingenios, como el de aplicar a los montos de condena una doble tasa activa, es decir, dos veces la tasa que cobra el Banco de referencia en cada jurisdicción, por cada año, desde la fecha del hecho dañoso hasta la del efectivo pago.
Para qué alguien se iba a meter en aguas procelosas cuando los tribunales cuantificaban a ojo de buen cubero, pero luego suplementaban esa deficiente cuantificación con una generosa tasa de interés, que podía llegar al 140% anual en algunos períodos, pero que siempre superaría con creces la inflación, dando lugar a una suma final acrecida, que nadie sabía a cuanto podía llegar, al momento del pago.
Fue este mecanismo cuestionable pero ingenioso, una forma de escapar –treinta y un años después– a la prohibición legislativa de indexar la moneda, en sentencias y contratos, que introdujo la Ley de Convertibilidad entre el dólar y el austral, luego sustituido por el peso.
El problema de estos artilugios es que la concesión de una tasa de interés desorbitada –dos tasas bancarias de interés activo– sobre la suma debida, hace algo más que preservar el valor de la deuda, sino que a veces lo incrementa y nadie sabe, hasta el momento del cálculo para el pago, a cuánto va a ascender la deuda en pesos.
En diversos libros, artículos y conferencias nos veníamos oponiendo a este mecanismo, en la soledad que solemos encontrarnos al disentir con criterios peregrinos que suelen gozar en este país –que fue un país maravilloso otrora–, de una fugaz aceptación general. “una notoriedad tan frágil, como el error en que descansa”, según la genial expresión del maestro Juan Bautista Alberdi, en sus “Obras completas”, tomo VII).
Felizmente la CSJN acaba de dictar un fallo sobre el particular en el que, siguiendo nuestra opinión aunque sin decirlo, descalificó la aplicación de las dos tasas activas de interés[22]. Es que ese procedimiento empírico, adoptado para esquivar a la prohibición de indexar, sin declararla inconstitucional, como debió haberse hecho, era racionalmente insostenible.
Pero, se demoró mucho la Corte Suprema, dejando que durante largos años se aplique la doble tasa de interés. Parece mentira, pero un país que dio a Sudamérica cinco Premios Nóbel, tres de ellos en Ciencia (Houssay, Leloir y Milstein), en las últimas décadas navega en un rumbo irracional, donde todo es pasible de ser justificado. Claro con los estropicios que la realidad suele provocar a las ideas que la desafían.
Pero, finalmente, la Corte Suprema de Justicia de la Nación hizo lo que correspondía y decidió que “la multiplicación de una tasa de interés –en este caso, al aplicar
“doble tasa activa”– a partir del 1° de agosto de 2015, resulta en una tasa que no ha sido fijada según las reglamentaciones del Banco Central, por lo que contrariamente a lo que afirma el tribunal a quo, la decisión no se ajusta a los criterios previstos por el legislador en el mencionado art. 768 del Código Civil y Comercial de la Nación” (Considerando 3º)..
La Corte felizmente ha seguido nuestro criterio, expuesto desde que empezó a hacerse sentir esta tendencia judicial, allá por 2018; desde un comienzo pensamos que imponer una doble tasa activa vuelve ilíquida a la acreencia, porque no se sabe a cuánto asciende el monto de condena., que al momento de calcularlo seguramente dará un monto mucho más que la inflación sufrida por él, generando una bola de nieve.
No se justifica, menos aun cuando el CCC tiene una norma que permite a los jueces aplicar el criterio valorista, como es el art. 772 CCC. Pero claro, emplear esta norma es romper con el mito del principio nominalista de la moneda, y muchos jueces actuales no les gusta jugarse a esos extremos, sino aparecer como progresistas, pero sin tomar riesgos. Por eso, aplican esos artilugios que no soportan un análisis detenido. Felizmente la Corte ahora nos dio la razón y descalificó estos subterfugios, que indexan sin decirlo y hacen correr el peligro de una sobre indexación.
Esta decisión ha provocado un vendaval de consecuencias, reactualizando el debate sobre la cuantificación del daño y los criterios que deben regirla, lo que da un notable interés a esta contribución, por ahora la única que aborda el tema, luego del fallo de la CSJN.
A la luz de todo lo anteriormente expuesto cabe preguntarse ¿cuál es la esencia de la cuantificación? Y, sobre todo, ¿qué no es la cuantificación?
Como primer abordaje, debe quedar claro lo que ella no es: la cuantificación del daño no es una labor de augures, que mirando el fuego o el vacío, indiquen algo que han visto entre brumas, como una realidad indiscutible, que debe ser aceptada mansamente por todos, aunque no logren ver esas imágenes espectrales.
Ella no es la extracción de un número mágico, que emana de arcanos inasibles o de la nada misma, para asignarlo caprichosamente a un daño determinado.
La cuantificación en Argentina por momentos parece una temática inasible, inviable de ser volcada en textos, dada la evanescencia y falta de sustancialidad de lo que se suele sostener, por parte de algún sector de la doctrina.
Leyendo a algunos doctrinarios y a algunos jueces ideologizados, las cuantificaciones que proponen parecen solo aptas para aplicarse en el país de Alicia: el país de las maravillas.
El caso es que la cuantificación no puede surgir de intuiciones, de una imaginación desbordada o de procederes míticos, insusceptibles de ser verificados en su legalidad o en su lógica; sencillamente ella debe ser objetiva y verificable.
Y el juez que la hace debe volcar en su decisorio las pautas sobre las cuales la ha construido o, al menos, brindar a las partes los postes indicadores del camino que ha seguido para llegar desde esos hechos y pruebas a ese número: desde la iliquidez del daño a esa suma líquida y no a otra.
Cuantificación y daño son conceptos inseparables; ello, dado que un daño que no se pudiera cuantificar o determinar o en sus alcances y extensión es un daño no indemnizable o no resarcible, porque el mismo surge de una conjetura y no de una certeza. Cuantificar es traducir en una suma dineraria el menoscabo que una persona determinada ha sufrido a consecuencia de un hecho dañoso.
La obligación de indemnizar consiste en una deuda ilíquida, que debe ser transformada en líquida por el juez, para poder ser reparada. Para ello habrá que llevar a cabo dos tipos de operaciones: a) determinar qué daños se han producido efectivamente; y b) valorarlos, ponderarlos o cuantificarlos[23].
Y, en este punto, el concepto alcanza cierta claridad: cuantificar un daño es pasarlo de una concepción abstracta a una concreta; es volver tangible, lo intangible, transformar en líquida una deuda ilíquida. Claro que ello no puede hacerse por un mero voluntarismo o un pase de magia, sino que se requiere de una técnica depurada y de cierto oficio.
Lo que el juez debe hacer al cuantificar es pasar el daño por una serie de filtros: en primer lugar, el de las pretensiones de las partes y de la prueba obrante en la causa. Analizadas las constancias obrantes en la litis, el juez debe determinar qué daños reclamados han sido probados en su existencia primero y en su alcance aproximado, después. O, en los perjuicios extrapatrimoniales, cuando se está en perjuicio de daños in se ipsa, a partir de hechos ilícitos, cuya sola existencia y resultado connota un daño moral resarcible (una pornovenganza, con la difusión de actos sexuales de una persona, que no ha consentido la difusión del video, por ejemplo). Por ende, lo no reclamado o lo no probado, no puede ser concedido por el juez como indemnización.
En segundo término, debe aplicar el filtro de la causalidad adecuada. Una de las dos funciones de la causalidad es segmentar el daño, separar el daño resarcible del que no lo es, por hallarse allende los topes de imputación del ordenamiento (arts. 1727 y 1728 CCC argentino y arts. 425 y 1856 CC paraguayo)[24].
El tercer filtro no es menos importante, es el de la experiencia del juez. Hay ocasiones en que uno se encuentra con pretensiones que son inverosímiles, imposibles de justificar racionalmente o que contrarían el sentido común. En este caso, el juez debe aplicar las máximas de la experiencia, que son comprobaciones fácticas irrefutables, presididas por el principio de regularidad, y mediante las cuales se constata que, bajo determinadas condiciones, dado un determinado estímulo se repite como consecuencia el mismo fenómeno.
En agudas palabras de Stein,
“Las máximas de la experiencia no son nunca juicios sensoriales: no corresponden a ningún suceso concreto perceptible por los sentidos... (Se trata) de una previsión a la que podemos llegar simplemente por el camino de la inducción, esto es, en la medida en que partimos de la experiencia de que, en una serie de casos, condición y consecuencia, sujeto y predicado del juicio lógico se encuentran ligados de una manera determinada. Hay que partir, pues, de lo que sucede en la mayoría de los hechos concretos, de los "casos comprobados"[25].
No debe olvidarse que el derecho, además de hecho, valor y norma, es lógica y sentido común, vestido de previsibilidad. Cuando las soluciones jurídicas adoptadas aparecen como ilógicas o carentes de sentido común es, sencillamente, porque son incorrectas o el operador jurídico ha hecho una deficiente labor hermenéutica o de integración de textos.
Una solución jurídica admisible no puede edificarse desde una confrontación frontal con la lógica y el sentido común. El buen derecho es, necesariamente, lógica y sentido común. Por ende, la contrastación de los resultados efectivos que produce determinada propuesta hermenéutica en los hechos del caso concreto sometido a decisión, es un test del acierto o error de la hermenéutica adoptada.
Cuando uno lee soluciones jurídicas alambicadas, difíciles de explicar, que trasiegan cansinamente los arcanos del derecho para explicar situaciones que el buen sentido no logra comprender, ello significa normalmente que ha fallado la faena hermenéutica y que el resultado a que se ha arribado es ineficaz. El filtro del sentido común y de los hechos notorios no debe dejar pasar argumentaciones de parte que sean inverosímiles o, incluso, risibles y que afrenten una inteligencia mediana.
La valuación del daño deberá estar presidida por una fuerte dosis de realismo; la desmesurada abstracción y hasta la irracionalidad no caben en esta faena.
Una vez determinadas las consecuencias resarcibles, que se hallan dentro de los topes imputativos vigentes, la causalidad y la experiencia del juez y su sentido común, viene la última fase de la cuantificación, que es la valuación o tasación de esos perjuicios resarcibles.
Hay quienes creen que solo esta etapa valuatoria configura la faz cuantificatoria, lo que constituye un notorio error. Los cuatro procedimientos que describimos supra conforman sucesivamente la faceta cuantificatoria, siendo ella cuestionable si omite transitar alguno de tales pasos o aplicar esos filtros.
Cuantificar no es evaluar a ojo de buen cubero un daño o tratar de arrimar el cálculo del perjuicio a cierto realismo, cual si se tratara de un partido de bochas. Debe consistir en un procedimiento técnico del juez, que debe estar específica y suficientemente fundado, de manera que pueda ser reconstruido o verificado por justiciables y litigantes.
La posibilidad de cuantificación es un requisito esencial para la resarcibilidad del daño. En suma, cuantificación es resarcibilidad, puesto que un daño incuantificable es un daño no resarcible.
Sentado ello, la pregunta siguiente es ¿Cómo se cuantifica un daño?
En principio, brindando a las partes, las pautas que en el caso concreto llevaron a esa cuantificación y no a otra diferente. Haciendo una cuantificación comparativa, si se puede, con fallos similares y haciendo los cálculos que permitan a las partes verificar el número que representa el capital de condena.
Sobre la cuantificación comparativa hemos dicho que, sin la menor duda, ella es conveniente, en la medida que la comparación se realice con especies judiciales que guardan una estricta correspondencia con el o los casos testigo[26].
Escudarse en el prudente arbitrio judicial o en la sana convicción, implica no justificar válidamente la cuantificación realizada.
Las partes deben estar en condiciones de seguir al juez en la cuantificación; de otro modo la sentencia será arbitraria. Al efecto, no hacen falta largas peroratas sobre abstracciones, sino precisiones sobre por qué se fijó el daño moral en 5.000.000 y no en más o en menos.
Llegado este punto cabe formularse esa pregunta. La respuesta es que, en los términos del Código Civil y Comercial argentino, el capital de condena en un juicio de daños es una deuda de valor (art. 772 CCC). En especial, en materia de daños corporales.
Bien se ha decidido que la deuda de valor se caracteriza porque la prestación no está integrada por dinero sino por un valor, aunque se extinga la obligación pagándose una suma de dinero. Se debe un valor: un quid y no un quantum. En esta clase de deudas el objeto de la prestación está integrado por un valor que está en función de una expectativa patrimonial del acreedor. Este valor debe ser traducido a una suma de dinero y para ello se procede a liquidar el crédito o beneficio para convertirlos en la moneda que será el medio de satisfacerla[27].
Se considera deuda de valor a la que
“‘debe permitir al acreedor la adquisición de ciertos bienes’ (Wald), recayendo de esa manera sobre un quid (o sea determinado bien o interés del acreedor) antes bien que sobre un quantum (una cantidad de dinero). Concordantemente, se sostiene que en tanto en la deuda dineraria ‘el dinero es el objeto inmediato de la obligación, su componente específico’, en la deuda de valor el dinero aparece sólo ‘como sustitutivo del objeto especificado’ (Bonet Correa), esto es, como ‘sustitutivo de la prestación dirigida a proporcionar bienes con valor intrínseco’ (Puig Brutau). En otros términos, con un criterio propuesto originariamente por Scaccia: en la deuda dineraria el dinero actúa in obligatione e in solutione (se debe dinero y se paga dinero), en tanto en la deuda de valor se atiende in obligatione a una determinada porción patrimonial, y el dinero opera únicamente in solutione (aunque se paga dinero, la deuda no es de dinero sino de valor (Bonet Correa, Vattier Fuenzalida). En la deuda dineraria, pecunia est in obligatione; en la de valor, pecunia est in solutione..."[28].
Lo que se debe al dañado no es una cantidad de moneda, sino un valor determinado, tendiente a restaurar el menoscabo sufrido por la víctima, por lo que debe ser fijado de modo que, al momento del pago, llegue al perjudicado sin envilecimiento monetario y refleje el valor de la alteración sufrida por su patrimonio o persona, siempre dentro de los topes imputativos establecidos por el ordenamiento (arts. 1727 y 1728 CCC arg. y arts. 425 y 1856 CC paraguayo).
La CNCiv. está considerando en este momento revisar su jurisprudencia que declinaba indexar los capitales de condena, para volver a su posición del plenario “La Amistad c/ Iriarte”, lo que consideramos sería una muestra de madurez y una decisión correcta.
IX. Momento de la Cuantificación del daño [arriba]
El Código Civil paraguayo establece expresamente el momento de la estimación y liquidación del daño en el art. 1860. Lo hace indirectamente, al disponer que
“Cuando no fuere posible establecer en el momento de la sentencia, con precisión suficiente, las ulterioridades del daño, el juez determinará en forma provisional, y a petición de parte, los perjuicios, con cargo de hacerlo con carácter definitivo, dentro del plazo improrrogable de dos años, contados desde aquella fecha”.
En otras palabras, que el daño debe justipreciarse en la sentencia de mérito de la causa; solo cuando ello no fuera posible, se aplicarán los criterios del art. 1860 CC par.
En el derecho argentino no hay una norma tal; pero el criterio es igual: el capital de condena debe fijarse en la sentencia de mérito. O si ello fuera imposible, por estar ligado a cálculos actuariales o técnicos complejos, deberá en la sentencia darse las pautas para poder realizar luego, en etapa de ejecución de sentencia, esa determinación de valor.
En esto se diferencia la jurisprudencia española, que suele cuantificar el daño en etapa de ejecución de sentencia, para liquidar el valor debido lo más cerca posible del momento del pago.
Lo que es claro, en cualquier caso, es que el día del evento dañoso constituye un hito temporal que da nacimiento a un crédito resarcitorio en favor del damnificado. Pero ese crédito a ese momento todavía se encuentra ilíquido, al no haberse concretado en una suma dineraria, que se identificará con posterioridad, al momento del dictado de la sentencia o del acuerdo de dañador y dañado, si no se recurriese a la justicia.
La fecha del accidente no cristaliza en manera alguna el derecho del damnificado a obtener reparación, sino que su crédito sigue la suerte de las variaciones del bien dañado hasta el momento en que –en la sentencia, ese crédito se corporice en una suma dineraria, al producirse la cuantificación o taxatio del daño por parte del juez[29].
En los agudos conceptos del maestro Patrice Jourdain:
"el derecho a la reparación de la víctima nace el día de producción del daño. Desde esa fecha, el derecho existe en principio; pero él no se encuentra todavía fijada en su cuantía. El crédito debe todavía tornarse líquido, es decir, valuado y expresado en moneda. La deuda del responsable aparece así como un "deuda de valor"... susceptible de variación y que resta determinar"[30].
Por ello, el valor del perjuicio debe determinarse al momento del fallo, no sólo para los derechos patrimoniales sino también para los extrapatrimoniales. Y desde esa fecha, hasta el momento del pago, adicionar un interés que resarza no solo el daño moratorio, sino que preserve el valor de la acreencia de los efectos de la desvalorización monetaria.
A luz de todo lo expuesto, cabe concluir que en esta etapa debe fijarse un valor que resarza razonablemente el daño y que no se envilezca con el paso del tiempo. Ergo, hay que indexar el capital de condena, declarando inconstitucional los arts. 7 y 10 de la Ley N° 23928.
Para fijar ese valor se debe utilizar como apoyo a ecuaciones, fórmulas o cálculos actuariales, para obtener un valor que refleje el daño, pero que al término de la vida del perjudicado –según el promedio de edad, por sexo y zona– se consuma, no generando un enriquecimiento sin causa.
Claro que lo que surja de esos cálculos matemáticos no es un Dios pagano, al que rendirle culto, sino un valor de referencia, que debe ser armonizado con las circunstancias del caso por el juez.
Pero no resulta correcto recurrir ciegamente al uso de fórmulas matemáticas (como la de Moore y Bernasconi o la fórmula “Vuotto”) sin efectuar paralelamente un análisis de las circunstancias del caso, de la víctima y del daño sufrido. Resulta conveniente tomar la fórmula como pauta de referencia y, teniéndola como base, efectuar las correcciones del caso.
El resultado que arroje la fórmula puede ser corregido en + o – 20 % por el juez sin mayor inconveniente; dentro de ese margen el juez puede válidamente modificar la suma que surge de la fórmula, simplemente expresando el motivo de tal adecuación.
Pero, si la adecuación fuera mayor, creemos que la fundamentación deberá ser puntual y concreta y razonablemente fundada, es decir apoyada en las circunstancias del caso y dando buenos argumentos para ello. No puede utilizarse para ello, el llamado “masomenómetro” judicial, que reemplaza argumentos con adjetivos.
Y no debe olvidarse que la cuantificación del daño es una actividad reglada; es decir, el juez debe respetar las categorías o rubros resarcibles creados por el legislador, no pudiendo crear nuevas a su gusto, pues ello implica invadir el cometido de otro Poder del Estado, el Legislativo.
La cuantificación del daño corporal es una de las más dificultosas. En esta valuación deberá determinarse la incapacidad residual y permanente del damnificado, de acuerdo a las circunstancias comprobadas de la causa, apreciadas rectamente y según las máximas de la experiencia. Y deberá tenerse en cuenta cómo esas secuelas impiden al lesionado realizar el trabajo que al momento del daño realizaba, o si le impide realizar cualquier otro y como incide en su vida relacional. Ello, ya que la vida no es solo trabajo.
Hemos de seguir de cerca al maestro Díez Picazo en su crítica a la “concepción abstracta del daño en la medida en que no toma en consideración las singularidades que puede ofrecer el caso concreto”. Lo fundamental no es cumplir ritos caprichosos, plasmar abstracciones ni aplicar la ley “a la manera del orientalista que descifra un pergamino”. Lo genuinamente importante es hacer justicia en el caso, dentro de lo que el ordenamiento jurídico vigente permite.
Lo que aquí debe buscarse, por sobre cualquier otra consideración, es tratar de captar cómo el daño concreto debatido en el caso impacta en el accionante; y hacerlo del modo más fiel posible. Claro está que, sin retacear la indemnización ni convalidar enriquecimientos sin causa. Si la cuantificación peca por exceso o por defecto, resulta cuestionable.
Por ello, ceñirse a las particularidades del caso concreto, en vez de aplicar mecánicamente ideas preconcebidas, suele ser lo más conveniente.
No habré de ingresar en el debate árido –y abstracto– sobre si en general debe tomarse en cuenta para llegar al porcentaje de incapacidad, la incapacidad general o la específica de la persona dañada. Por ejemplo, si un fotógrafo se lesionara la mano derecha, con la que apretaba el obturador de la cámara, tendrá una alta incapacidad específica, pero una baja incapacidad genérica.
Creemos que no cabe establecer una preferencia entre una incapacidad u otra en abstracto, sino que serán los hechos concretos del caso los que determinarán cuál es la variable a tomar en consideración.
Habrá casos en que procederá tomar en cuenta la incapacidad genérica del individuo dañado, lo que ocurrirá en general cuando se trate de personas jóvenes o sin calificación u oficio. Habrá otros supuestos en que procederá computar la incapacidad específica, lo que en general ocurrirá en supuestos de personas de mayor edad, o que se han dedicado durante un respetable lapso a una actividad específica, en la que aquilatan importante especialización.
Y habrá otros casos en que deberán compatibilizarse o armonizarse ambas variables, puesto que tomar una u otra implicaría una injusticia o inequidad.
En la cuantificación de las repercusiones personales de los daños físicos deben considerarse las particularidades de cada caso ya que es posible, que una lesión de poca entidad pueda resultar de mucha trascendencia para la víctima (por ej., la lesión en el dedo de un pianista). La edad, las labores desempeñadas por el damnificado, la posibilidad de éste de reinsertarse en otra actividad, el lapso de vida útil remanente, serán pautas a tener en cuenta para llegar a una determinación de cuál incapacidad debe primar en el caso.
Pero la cuantificación más compleja de todas es la atinente al daño moral, ahora llamado “consecuencias no patrimoniales” por el art. 1741 CCC arg.. Al respecto, nos limitaremos a enlistar algunas pautas a aplicarse a tal valuación del daño:
1) El daño moral es resarcitorio, no porque sea exactamente evaluable en dinero, sino porque procura compensar o satisfacer el daño sufrido por el afectado, mitigando en alguna medida el daño que éste sufriera. En principio, la conducta del responsable no tiene incidencia para la fijación del monto por daño moral, pues se trata de una reparación y no de una sanción.
2) El daño moral debe ser distinguido de las susceptibilidades excesivas o de los desmedidos afanes de lucro, que no pueden conseguir protección envolviéndose con su manto.
3) No cualquier inquietud o incertidumbre genera un daño moral resarcible. El daño moral no es un título cómodo para dar cabida como daño indemnizable a cualquier molestia, inquietud o susceptibilidad excesiva.
4) Al ser el daño moral el resultado de la violación de alguno de los derechos de la personalidad, cuando se prueba tal transgresión queda acreditada la existencia del daño (prueba in se ipsa). Claro que en supuestos de meros incumplimientos contractuales no se produce esa prueba in se ipsa, por lo que el interesado debe probar la propia configuración del daño.
5) El daño moral no es el precio del dolor, pero el dolor genera resarcimiento. Otro elemento cierto a considerar es la magnitud del dolor que produjo el hecho dañoso, así como si el mismo puede o no borrarse alguna vez, con el paso del tiempo o si se trata de sufrimientos imborrables[31].
6) Personas que han perdido la capacidad de sentir dolor (estado vegetativo, p. ej.) pueden experimentar daño moral, aunque debe fijárselo con prudencia especial, en este caso.
7) Para ponderar el daño moral debe analizarse en concreto el sufrimiento extrapatrimonial padecido por esa víctima concreta, de acuerdo al hecho generador.
8) Carencia de proporcionalidad con el daño patrimonial. La indemnización del daño moral no debe guardar necesaria relación de proporcionalidad con el monto asignado al daño material, pues no se trata de un accesorio de éste.
9) Si es un daño corporal, si puede remitir o dejará secuelas y cuáles y de qué exposición.
10) Si es una afección psíquica, si puede o no revertirse o amenguarse.
11) Cuál es el pronóstico médico de evolución futura de la dolencia.
12) Si el hecho dañoso ha ocasionado daños irremediables al dañado o ha sido solamente un padecimiento temporal.
13) Si es una ofensa al honor, deberá analizarse si la misma podrá ser olvidada o no. (Redes, internet, wattsap, etc.).
14) Si es el daño por la muerte de un hijo, deben analizarse varios aspectos, la cercanía afectiva, etc.
15) Reparar un daño extrapatrimonial suele depender de la elección de los medios o medidas que pueden darle al damnificado alguna satisfacción sustitutiva.
Como bien dice Iribarne,
“el tránsito de la extrapatrimonialidad del daño a la patrimonialidad de la indemnización sólo podrá concretarse cuando podamos responder antes con qué bienes podemos razonablemente reputar resarcidas o mitigadas las penurias del damnificado. Tal es el presupuesto necesario de toda cuantificación”[32].
[1] Memoria escrita de la conferencia de clausura de las 3as. Jornadas binacionales de Derecho Civil (Argentina-Paraguay), desarrolladas en Posadas, en el auditorio del Colegio de Abogados de Misiones, los días 30 y 31 de Marzo del corriente.
[2] Doctor en Ciencias Jurídicas y Sociales (UNLP). Profesor Titular de Derecho de las Obligaciones Civiles y Comerciales en la Universidad de Belgrano (UB). Académico de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires, de la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires y de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba. Treinta y siete libros publicados al presente, cinco de ellos fuera del país (dos en Europa) y el resto por las mejores editoriales argentinas. Más de 190 artículos de investigación publicados en prestigiosas revistas jurídicas de Europa (Dalloz, Reus, etc.), América Latina y Argentina. Doscientas veinte conferencias dictadas en el país y en el extranjero.
Profesor Visitante de las Universidades Washington University (Saint Louis, EEUU), de París (Université Sorbonne-París Cité), de Savoie (Los Alpes, Francia), de Coimbra (Portugal), de Perugia (Italia), Mediterranea de Regio Calabria (Italia), de La Coruña (Galicia), Rey Juan Carlos (Madrid), de Cuenca (Ecuador), de La República (Uruguay), etc.
Ha ejercido importantes cargos, como el de Asesor General de Gobierno de la Provincia de Buenos Aires, el de Juez de Cámara de Apelaciones en lo Civil y Comercial de Trelew y el de funcionario de alto rango del Ministerio de Hacienda de la Provincia del Neuquén.
[3] CSJN, 07/03/2023, GARCÍA, JAVIER OMAR Y OTRO c/ UGOFE S.A. Y OTROS s/ DAÑOS Y PERJUICIOS, CIV 051158/2007/1/RH001.
[4] Ver LL 1977 -D-1.
[5] CACC Trelew, Sala A, 17/02/2016, "CARRIQUEO, Audelina Sandra y Otros c/ KANK y COSTILLA S.A. y Otro s/ Daños y Perjuicios" (Expte. N° 459 - Año 2015 CAT), en Eureka Chubut, voto Dr. López Mesa.
[6] DE ÁNGEL YAGÜEZ, Ricardo, Algunas previsiones sobre el futuro de la responsabilidad civil (Tercera parte), en “Responsabilidad civil y del Estado” (Revista del Instituto Antioqueño de responsabilidad civil y del Estado). Nº 18 (Mayo de 2005), pág. 44.
[7] DE ÁNGEL YAGÜEZ, Ricardo, Algunas previsiones sobre el futuro de la responsabilidad civil (Tercera parte), en “Responsabilidad civil y del Estado”, Nº 18 (Mayo de 2005), pág. 44.
[8] RIVERA, Julio César, Cuantificación legal y judicial, en “Revista de Derecho de daños”, Ed. Rubinzal y Culzoni, Santa Fe, 2001, T. 2001-1, pág. 20.
[9] Se denomina “victoria pírrica”, a la que se obtiene a través de un desproporcionado despliegue de medios, en comparación a los resultados obtenidos, o aquella que arroja considerables pérdidas para el bando en apariencia triunfante; de tal modo, una victoria así tiene un sabor amargo, al terminar siendo desfavorable para el supuesto vencedor.
El sustantivo “pírrico” adviene del nombre de Pirro de Epiro, general de Alejandro Magno y rey durante tres períodos (dos de Epiro y uno de Macedonia), que sobrevivió a Alejandro y logró una victoria sobre los romanos, pero perdiendo miles de sus hombres. Cuenta la leyenda que Pirro, al contemplar el resultado de la batalla, expresó: "Otra victoria como ésta y volveré solo a casa".
[10] Cám. Apels. Civ. Com. Trelew, Sala A, 16/06/2010, “Schneider, F. D. c/ S., L. A. s/ daños y perjuicios”, en La Ley online, voto Dr. López Mesa.
[11] CACC Trelew, Sala A, 16/06/2010, “Schneider c/ Sancha., LLO, voto Dr. López Mesa.
[12] CACC Trelew, Sala A, 16/06/2010, “Schneider c/ Sancha”, LLO, voto Dr. López Mesa.
[13] CACC Trelew, Sala A, 16/06/2010, “Schneider c/ Sancha”, LLO.
[14] MAZEAUD, Denis, Réflexions sur un malentendu, Recueil Dalloz 2001, sec. Jurisprudence, pág. 332; LE TOURNEAU, Philippe - CADIET, Loïc, “Droit de la responsabilité”, Edit. Dalloz, París, 1998, pág. 232, N° 724 ; CADIET, Löic, Sur les faits et les méfaits de l'idéologie de la réparation, en “Mélanges en l’ honneur de Drai”, Dalloz, 1999, pág. 495 s.
[15] Ver, a mayor abundamiento, LÓPEZ MESA, M. , “Causalidad virtual, concausas, resultados desproporcionados y daños en cascada”, publicado en LA LEY 2013-D-1167 y ss.
[16] CNCiv., sala A, 31/10/2017, “T., T. c. A. S.A.T.A.C.I”, LA LEY 2017-F, 504 y RCyS 2018-II, 82.
[17] STJ Corrientes, 03/02/2021, R., A. M. por sí y en nombre y representación de sus hijos menores L. B. P., P. R. P. Y B. M. P. c. Miguel Ángel Martínez y/o quien resulte responsable, RCCyC 2021 (mayo), 188.
[18] Vid sobre el particular, el voto del Dr. Vázquez Vialard en la causa “Ugalde c. El Cóndor”, en DT, 2001-B, 1565 y ED, 195-421 y LÓPEZ MESA, Marcelo - TRIGO REPRESAS, Félix, “Tratado de la responsabilidad civil. Cuantificación del daño”, Editorial La Ley, Buenos Aires, 2006, pág. 21 y ss.
[19] DE ÁNGEL YAGÜEZ, Ricardo, Algunas previsiones sobre el futuro de la responsabilidad civil (Tercera parte), en “Responsabilidad civil y del Estado” (Revista del Instituto Antioqueño de responsabilidad civil y del Estado). Nº 18 (Mayo de 2005), pág. 44.
[20] CACC Trelew, Sala A, 27 Junio 2013, Morales Marta c/ Transportes el 22 s/ D y P, Eureka, voto Dr. López Mesa.
[21] CSJN, 28-03-2017, Villamil, Amelia A. c/Estado Nacional, Lejister.com, Cita: IJ-CCLXIV-875, Considerando 14.
[22] CSJN, 07/03/2023, dictado en autos GARCÍA, JAVIER OMAR Y OTRO c/ UGOFE S.A. Y OTROS s/ DAÑOS Y PERJUICIOS, CIV 051158/2007/1/RH001.
[23] CACC Trelew, Sala A, 17/02/2016, "CARRIQUEO, Audelina Sandra y Otros c/ KANK y COSTILLA S.A. y Otro s/ Daños y Perjuicios" (Expte. N° 459 - Año 2015 CAT), en Eureka Chubut, voto Dr. López Mesa.
[24] Si bien ninguna norma del Código Civil paraguayo adopta expresamente el paradigma causal de la causalidad adecuada, de varias de sus normas, una lectura inteligente y atenta puede extraer ese paradigma; por ejemplo, del art. 1836 CC paraguayo, segundo párrafo.
[25] STEIN, Friedrich, "El conocimiento privado del Juez", Traducción y notas de Andrés de la Oliva Santos, 2ª edic., Edit. Temis, Bogotá, 1988, pág. 23/24.
[26] CACC Trelew, Sala A, 16/08/2013, ELORRIAGA, P. V. c/ DANIL, G. M. y otra s/ ds. y ps., sentencia 12 /2013, Eureka Chubut, voto Dr. López Mesa.
[27] SCBA, 26/12/2018, Valentín, Norma Beatriz c/ Durisotti, Rodolfo y otros s/ Daños y perjuicios, Juba B4205011, voto de la mayoría liderada por el Dr. Genoud.
[28] SCBA, 26/12/2018, Valentín c/ Durisotti, Juba B4205011, voto del Dr. Genoud.
[29] CACC Trelew, Sala A, 16/09/2014, “ROCHA, Fabián Osvaldo c/ BARRIA, Máximo Juan Mauricio s/ Daños y Perjuicios”, según mi voto.
[30] JOURDAIN, Patrice, "Les principes de la responsabilité civile", 6ª edic., Edit. Dalloz, París, 2003, pág. 145.
[31] CACC Córdoba, 5ª Nom., 17/3/94, “Gómez, María E. c/ Tobares, Pedro P. y otro”, LLC 1994-735.
[32] IRIBARNE, Héctor Pedro, “La cuantificación del daño moral”, en “Revista de Derecho de Daños”, Nº 6, Ed. Rubinzal – Culzoni, Santa Fe, pág. 214.